En otoño presencié como caían las hojas de los arboles dejando claros por los que he podido ver las casas de los demás vecinos del valle durante todo el invierno, los días se fueron haciendo mas pequeños, las noches largas, la temperatura bajó y todos nos fuimos adaptando a los pulsos de este peñasco que no para quieto y que nos alberga vete a saber desde cuando.
Mientras nos alejábamos del sol íbamos dejando jirones de memoria en lo que dejábamos caer en forma de microscópicas briznas que terminaban en el suelo, que el viento transportaba, el agua disolvía y el polvo cósmico sepultaba allá donde la savia se retira contenida en las raíces, a esa profundidad en la que queda calor suficiente para mantener la vida. Allá, el micelio infinito ponía en contacto a todos los seres, los sintonizaba en única frecuencia y disponía las condiciones óptimas para su vuelta cuando llegase el momento.
Mientras, en el exterior, los humanos, cabalgamos una vida sin poder conocer apenas nuestros propios deseos, a merced de los acontecimientos, la mayoría hemos perdido ese poder de abstracción propio de algunos científicos con el que dan existencia a los demás seres a través de esa mirada desinteresada que los conecta, nutre sus sueños y los provee de alas para ser libres. El resto nos quedamos extasiados bajo las luces de colores que iluminan la noche para que no podamos mirar lo que ocurre en el cielo y con las primeras luces del alba tornamos los ojos, acallamos la voz y asistimos impotentes a los dictados compulsivos de los que desgraciadamente no conocieron la guía interna de una Madre que les diera el calor que la tierra da a la savia de los arboles en invierno.
Las hojas de las plantas anuncian la savia nueva fluyendo, la silueta de los montes se va ocultando, leo aquello que dicen los que buscan el origen de la vida y me pregunto si soñarán que la respuesta la llevan dentro, en esa brizna de con-ciencia y humildad donde debe estar escrito todo lo que antes pasó.
Salud.
Somos bacterias y virus.